Eres lo que comes: un acercamiento a la relación entre la comida y la salud mental.

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Hoy no me centraré en alimentos específicos ni daré tips de recetas saludables ni mencionaré cuáles son las comidas que más nos convienen. Este artículo tiene la intención de develar aspectos de la alimentación que guardan una relación increíble con nuestra salud mental, con cómo nos sentimos, cómo percibimos al mundo y cómo son nuestras relaciones interpersonales: ¡se parecen tanto a la comida!

Y para empezar, quiero contextualizarlos con una historia real, de cuya protagonista no revelaré su nombre, una paciente con la que estuve trabajando en psicoterapia hace mucho tiempo y con quien tuve la oportunidad de indagar e investigar sobre la increíble relación que existe entre lo que nos metemos a la boca y lo que tenemos en la cabeza. Sí, así de literal como ella alguna vez llegó a describirlo. Por practicidad y respeto a su identidad la llamaré B. Con ella y con muchos otros pacientes, personas de mi círculo social y desde luego conmigo misma, pude entender y aprender sobre la importancia de cuidar lo que comemos, más allá de lo obvio. 

B es una mujer de 25 años, profesional, tiene un empleo del que no gusta lo suficiente (dice sentirse sobrecalificada para su cargo), tiene sobrepeso, dice detestar su aspecto físico y a la vez manifiesta desear ser una mujer esbelta. Cuenta su mala experiencia en cuanto a relaciones amorosas y mientras lo hace se ríe de manera bastante cruel de sí misma: va hablando y no se da cuenta de lo hiriente que es. Vive con sus padres y dos hermanos mayores, al ser la única hija mujer y la menor, argumenta que la atención sobre ella se ha limitado a sobreprotegerla, por lo que se acostumbró a no salir mucho con amigos (por eso cuando lo hacía era en extremo un desorden), a hacer labores de la casa en su tiempo libre (hacía excelentes fotografías de las que se lucraba pero por «tanto cansancio y tanto trabajo» fue una rutina que abandonó), y a limitar casi por completo su relación con hombres a través de redes sociales (triste). Hasta aquí, una historia millennial bastante común con algunos aspectos dignos de analizar, pero no hemos mencionado la comida.

B casi siempre llegaba a sus sesiones de psicoterapia tomando coca-cola, diciendo que le quitaba la sed y le calmaba el hambre un rato (pues el agua es aburrida), al final siempre sacaba un paquete de papas fritas o un hojaldre envuelto en una servilleta. Poco apetitoso la verdad. Mientras bebía la gaseosa se quejaba con vehemencia de no lograr perder peso, pero luego se alegraba al mencionar que había logrado cambiar las empanadas por paquetes de papas fritas (¿?). Me contaba que por el poco tiempo que tenía, casi siempre almorzaba un pastel hojaldrado de pollo con gaseosa en frente del lugar donde trabaja, y de pie, pues explicaba que es un lugar de gran circulación, económico y como siempre llegaba tarde a la hora del almuerzo por sus múltiples tareas, no le parecía necesario encontrar un lugar tranquilo dónde sentarse a disfrutar de su espacio para comer. Hablaba un buen rato de los jeans que ya no le quedan y de las blusas cada vez más grandes que tiene que comprar para ocultar un abdomen al que critica más que a cualquier político en su peor momento. Luego, casi siempre terminaba quejándose de la mala comunicación que tiene con sus papás y sus hermanos, lo mal que le caen sus compañeros de trabajo y lo mucho que ansía tener un novio que la quiera tal y como es. En una sesión terminó diciendo que quería empezar a hacer ejercicio para perder peso, pero replicaba que dada su jornada laboral le tocaría levantarse muy temprano en la madrugada y no estaba dispuesta a hacerlo. Ese día se fue terminando la coca-cola rápidamente diciendo: «voy tarde para una cita de cervezas con amigos». Sabía que llegaría tarde a su casa, discutiría con sus papás y no tendría ganas de madrugar para ir al trabajo. Pero no pasa nada porque la cerveza es importante. 

Historias como las de B son muchas y bastante comunes, en hombres y en mujeres y de cualquier edad, pero es mucho más frecuente escuchar este tipo de rutinas alimentarias poco amorosas con el cuerpo en millennials, y prefiero referirme así a estas personas (grupo en el que estoy incluida por mi edad) por la amplitud cronológica que permite, y porque es una generación que se caracteriza, además de la inmediatez, por la pobre tolerancia a la frustración y a la espera, y a tener una relación bastante tóxica con la comida. No estoy generalizando, desde luego no es así siempre (no conozco a todos los millennials para aseverarlo, además), pero sé que no me alejo de la realidad ni exagero. Esto también incluye a otros grupos etáreos. Sin duda. 

Lo que comemos y la manera en que lo hacemos da una idea bastante clara de nuestro autoconcepto, del respeto que tenemos hacia nosotros mismos, a nuestra salud, nuestro bienestar y nuestra apariencia física. No estoy hablando aquí de vegetarianismo ni veganismo, ni estoy criticando el comer carne ni nada de esos temas de los que tanto se habla hoy: me refiero a la manera de comer, el momento en que lo hacemos, con quienes lo hacemos y el tipo de comida que creemos merecer. ¿Merecer? Sí, merecer. Si partimos del hecho de que todos creemos saber lo que merecemos, como por ejemplo el trabajo que merezco (o el emprendimiento que deseas si no eres empleado), la pareja que merezco, la casa que merezco, el grupo social al que merezco pertenecer, pues sería obvio pensar que también sabemos lo que merecemos comer. Y no hablo aquí de ir a restaurantes costosos para hablar de merecimiento, hablo de comida saludable, que nos haga sentir bien, que vaya en sintonía con el estado de salud que queremos tener, y que ojalá podamos compartir con personas que nos brinden buena energía. 

No es causalidad encontrar personas (y estoy segura que puede venir a tu mente por lo menos una, inclusive puedes ser tú), que se quejan de muchos aspectos de su vida, como B, pero no reparan casi en ningún momento en la manera en que comen, los alimentos que procuran y la compañía con quien lo hacen. ¿Te has puesto a analizar cómo te sientes cuando comes comida chatarra, enlatada, con gran carga de grasa, de dulce, mientras lo haces de pie, de afán, o en medio del ruido, con personas que no te hacen sentir bien, mirando sus celulares al igual que tú, y que sólo te dicen cosas negativas y cargadas de mala vibra, hablando de nada distinto al trabajo, pendientes o preocupaciones, todo muy rápido, sin reparar ni siquiera en el sabor de la comida? No es causalidad que todos esos factores juntos sean parte del día a día de muchas personas, y que éstos coincidan con mayores índices de ansiedad, insatisfacción, frustración y mal humor. Imagina qué diferente es cuando comes algo que realmente te provoca, es saludable, te sienta bien, lo comes con tiempo, sentado, con tranquilidad, con personas que al igual que tú disfrutan del ritual de comer, hablando de temas «nutritivos», o si lo haces solo, lo haces a gusto, en un lugar agradable, pensando en cosas diferentes que te hacen sentir bien. Te aseguro que comer de esta manera, si lo has hecho, te hace sentir diferente, con el ánimo dispuesto, tranquilo, con ganas de retomar tus actividades.

La manera en que comemos y lo que comemos habla mucho de nosotros, me atrevería a decir que mucho más que otros aspectos igualmente importantes como nuestra manera de hablar, de vestir, las personas con las que compartimos. Si el merecimiento es un tema claro para ti puedes entender cómo reparar en lo que comes cobra sentido. Si quieres hacer algún cambio en tu vida, peso, estado de ánimo, círculo social, tu estado de salud, detente a pensar en la manera en cómo comes, y lo que comes, y si empiezas con cambios tan pequeños como reemplazar las gaseosas por agua, vas a empezar a notar la diferencia. Todo es energía, y así como se transmite entre personas también pasa con la comida. No confundas el hecho o la creencia que se tiene que para comer sanamente y perder peso «hay que sufrir» (suele interpretarse como hacer largos ayunos, «comer pasto» como despectivamente dicen algunos, «comer alpiste» y vivir sólo de agua, entre otros conceptos sin el más mínimo fundamento), y que es sinónimo de placer y de alegría comer todo aquello que por su gran carga calórica te brinda «felicidad» (se sabe que el efecto es justamente lo contrario, si no te convence, fíjate si te sientes con el ánimo dispuesto después de comer grandes cantidades de grasa para continuar tu jornada, -no, prefieres dormir, te sientes embotado y falsamente contento-). Tampoco te comas el cuento de que comer sano es más caro (las legumbres son muy baratas, muchas frutas también lo son, y qué decir de los granos, alimentos integrales, todos muy económicos), o ¿acaso es económico comprar siempre carne (que además de ser costosa, por ejemplo, aporta menos proteínas y te regala colesterol en comparación con las lentejas, que son gran fuente de proteína y al no ser de origen animal no te regalan colesterol), dietas infructuosas (la prueba reina de que casi ninguna dieta sirve es que hay miles), y los gastos que implica reparar los daños en la salud que genera la obesidad , o aspectos más comunes y cotidianos como la ansiedad (nunca dudes de la relación entre la comida chatarra y la ansiedad, puedes comprobarlo si quieres)? La ansiedad es muy cara, carísima. Y no hablo solamente del costo emocional. 

Como nos sentimos comemos, como nos queremos ver comemos, como vemos la vida comemos. No confundas el «placer de la comida chatarra» con el placer de estar tranquilo comiendo bien. Si tu interés es perder peso, por ejemplo, modifica la manera en que comes y lo que comes, y verás cómo todos los demás aspectos de tu vida comienzan a cambiar, la ropa que usas, tu estado de ánimo, tu disposición para el día a día, tus creencias, tus prioridades, las personas con las que te relacionas (¡hasta el trabajo puede cambiar, qué coincidencia!). La comida es energía, así que puedes empezar a decidir qué te quieres llevar a la boca para decidir cómo te quieres sentir. Piensa si quieres fluir como la coca-cola, o fluir como el agua. 

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